Aquella semana se encargó de pasarme por el camino de lo turbio mi ánimo. Mi madre aparecía una vez al día para la hora del almuerzo, con la prisa del baño retrasado y con un ayuno inmundo, de pesadilla. Tomaba café para avivar, hidratar aquel cuerpo desalojado por las lagrimas y el sueño, Eduviges lo hacía muy bueno, yo debía tomarme un par diario, hábito que mi madre se había negado permitirme, por que me escondía el sueño de la tarde que me visitaba después del almuerzo. A Robinson lo vi mucho, lo había traído la muerte, era un actor de la pompa fúnebre, yo me lo aprendí de memoria, casi ahora soy capaz de dibujar su rostro de morenos parpados. Su misión era ocultarme mi dolor, hoy ya no más oculto, ayer perdido no por crueldad, por ingenuidad. Nunca escuche de mi madre que fuera obligatorio sentirse adolorido, llorarlo, a dieguito, pero si la muerte dura para toda la vida yo no lo sabia, ahora lo se y no lo comparto. Ahora me lloro, al recordar aquel fuego que se devoró a mi madre para devolverle la voz. No creerán que ella en realidad volvió a hablar, pero me enteré de que ella nunca había querido hablar, ella escuchaba, escuchaba a más de uno, por eso para mi no había palabras que aprender, solo estaban todas y mi voz no había aprendido a llorar y mi vos no esperaría para siempre.
La culpa, mi culpa se dejó venir tarde, siesta durante casi veinte años después, ocasos después de la siesta perdida por la permanencia de café en la garganta inmadura, amargos granos bien tostados entre mis dientes y decirle adiós, junto a los juegos preparativos, curva codiciosa, sacada yo por la centrifuga, recuerdos que valdrían mi infancia, que al cabo de veinte años ha perdido memoria, tanta, que las lagrimas perdieron su sal. El duelo de dieguito duraría más, de lo previsto quisiera hoy estar en la fuente lavarme, lavarlo, la tierra se me mete dentro de los dedos de los pies y la mastico en mi caminata hacia la noche de la vida. Semana venenosa que se llenó de palabras y ha matado, hasta mi dolor. Lágrimas ligeras que se fueron agravando, distancia: corta hacia él, a un paso de los recuerdos, tan niño todavía, tan joven aun a pesar de los años.
Pude observar como unas niñas idénticas con uniforme de colegio idéntico a un compás idéntico como jugando con su contraría al espejo —como maquinaria aterradora-- jugaban dándose palmadas al ritmo de una canción que aunque yo no escuchaba por mi oído materno, inventaba con mi otro oído maldito, el paterno. Los rayos de sol me buscaban en la montaña y me escondían las nubes que pasaban veloces gracias a los ventarrones de la temporada, esperaba yo que ellas rumbaran para que me sacaran de los oídos aquel sonsonete fúnebre, que no logro infringirme dolor ninguno, sino que me enseñó a fingir, a imitar, a envidiar, lo que luego para mi sorpresa estaba prohibido, pero que nunca he dejado de practicar con tanto ritmo, con tanta destreza.
El muerto duró
Cosquillas me dio
El pelo revuelto
Totiado de la risa
Merengues, colombinas
El muerto revivió…
Cuanto recuerdo. Cambiaria un par de cientos de palabras de alguna oración pagana que me hicieran llorar en el pasado, para recordarme llorando, que revivieran no a dieguito, sino al zombi del dolor.
Las tardes en que Robin y la otra, Raquelita, venían conmigo a chupar crema y a ver los muchachos de la cuadra mayores, sin camisas, jugando futbolito y frotando sus genitales con las uñas de vez en cuando –Robin tenia el mismo hábito—. Escuchábamos emocionados los Golpes fuertes, que suenan contra el piso, que azotan la calle negra. Pasos de futbolista o de juventud y gritos fuertes que en la carrera perpetraban una disputa por más que el honor, por el escondite a desgastarse.
Comentaba a Robin de los juegos preparativos y el me hablaba a mi de los juegos ficticios como rehusándose a jugar conmigo, porque eran juegos que no quería representar, el tenia una idea más solitaria de los juegos, menos familiar.
Para él eran mucho más adultos los juegos del equilibrio. Solía amarrar a la cabecera y a los pies de la cama una cobija más bien destemplada y acostarse sobre ella para pretender dormir (imitó ronquidos), en una cuerda floja, yo lo miraba cruzar los pies y el me decía que así se sentiría dormir en el borde, con el vacío rodeándole. No se podía descansar, en cambio podía uno dormirse y manipular el equilibrio de los sueños. Eso decía él, yo hoy aun no lo logro, aun sueño con volver a escuchar uno de eso juegos ficticios y no he podido preparar ninguno de mis sueños.
Pereza tan grande que me cocinaba en aquella época, tan codiciosa, tan curva yo. Apretarse el cuello hasta quedar inconciente, le ofrecía a Robin mi cuello para que me llevara a conocer donde no había conocimiento. Entonces me caía sobre su pecho y luego en el suelo pegándome, frenando con la cabeza, luego aparecían los chichones, aparecía el castigo por la falta de equilibrio. Voltearse los parpados para ver de verdad, para ver hacia sí y permitirle al otro la mirada desnuda, la verdadera, con ese color tan repugnante. Sobarse con ansiedad los genitales. Hacer equilibrio con un palo de escoba, con el pie con la mano con el mentón, aguantarse la carga de cuatro biblias sobre la cabeza, (Robin tenia ventajas pues tenía la cabeza descomunalmente plana y grande) y caminar bajo el peso de la ley, peso que a mi casi siempre me ganaba, acaso quien reunir cuatro biblias en una casa y que se cayeran. Otras veces usamos los mamotretos de las mil y una noches, esos cuando caían se descuadernaban y atentaban contra mis dedos del pie, dentro de los zapatos de tacón alto que tomaba prestados del armario de Séfora. A Robin también le gustaba ponerse aquellos zapatos y solo así fallaba su equilibrio, sin decepcionarme.
En la noche, para que yo no me durmiera empezaba una vos de fantasma joven a llamar con fuerza, pero con sigilo:-- Zara Zara--, yo Emma, estremecida por el llamado de ultratumba, escuchaba una dulce vos adolescente que contestaba: ya voy, ya voy, con menos sigilo y luego se desataba una tormenta de pasos bajando por la escalera de la casa de enseguida e inmediatamente una motocicleta de dos tiempos estiraba su chorro de ruido por la angosta calle que simulaba la cancha de futbol. Yo en ese momento tuve una visión y me encontré muy cercana a aquella princesa que se deslizaba por su torre para llegar a su príncipe montando un caballo y de una embriaguez frenética por el humor de mis piernas, o las piernas de ella: Zara.
Manos ásperas que apretaban mi cuello. En los últimos días, sintiendo que ya tenia a Robin harto, decidí perseguirle para que siguiera jugando conmigo, el en cambio me hacia a un lado y empezaba a decir pesados chistes para que yo me aburriera, empezaba a combinar burros y abejas en las mismas conversaciones y ya tendría menos de aquellas manos ásperas. Yo que venia de padecer la insolencia de otros por allá en mi montaña, pasaba por este reino para aprovecharme, para abusar de un pedazo, la poca ciudad que conocía, muchacho de juegos ingeniosos y de ojos hundidos. Él pasaba sus manos sobre la llama de una vela sin inmutarse por el dolor y de cuando en vez se arrancaba un dedo para que yo me sorprendiera.
Terminé prestándome para que él, asiéndose de una toalla, empezara a corretearme como si fuera un toro de casta, empleo que Raquelita había cumplido mejor que yo y que tras los pases de torero mediocre al que emulaba Robin acá, allá, abajo por encima, de vuelta, amenazando, se fue aburriendo de la falta de agresividad de este toro que vivía en mi cuerpo y que yo creía se parecía más al de una foca. El caso es que, Raquelita se había acostumbrado a jugar de toro e inclusive representaba una violenta estirada de pata tras una estocaba que Robin le aplicaba, afortunadamente, sin estoque, para que no resultara herida la que finalmente me parecería una niña tierna y mi primera amiga.
Robin mientras, pasaba ratos con su corrillo de amigos a quienes contaba chistes y todos reían al ver sus gestos exagerados, el invitaba al juego a todos sus amigos y de mi decía que era su prima y que era una campesina de por allá lejos. Yo me conformaba con que me contara alguna historia de la gente del barrio (casi siempre de decapitaciones, estaba obsesionado con las decapitaciones) y el se conformaba con que le permitiera ganar al jugar a las pulsadas.
Kilómetros y kilómetros de calle había ya recorrido yo de sábado a sábado, había olvidado comer con cuchara, comía con mis manos, Robin me habia enseñado a usarlas, a diferencia de él si me las lavaba antes y después. Comer del plato como una perra revolcando espaguetis con la punta de la nariz, bañar cualquier bocado en salsa de tomate y aprender el alfabeto juntando letras de plástico que tomaba prestadas de raquelita mientras que el dueño de mis juegos, el equilibrista, se entretenía con su sueño atrevidamente conversado.
Ahora que me encontraba buscándole, mientras chupaba una crema, me dirigí en una de las tardes hacia el gran torneo, huyendo de raquelita que me perseguía con una bolsa de lápices de color para que le acompañara a pintar mapas, geografías ficticias en grandes hojas de papel, en las que dibujábamos el carácter pedregoso, colorido e hidratado del planeta tierra, juego que también habíamos aprendido de Robin e invitaban al ocio a los grandes atlas. Ficciones que no podía raquelita sola sacar de su cabeza llena de piojos y yo tampoco, a pesar de los años que han transcurrido desde entonces. Océanos enteros rondando mi cabeza y continentes de recuerdos y de infancia perdidos, en el camino, hacia la fuente, donde veía al invierno roer la tierra, ya blanda, ya amarilla.
Ya en la callecita de discreta pendiente pero tumba-piernas, escuche la vos de Diego: Dígale a zara que se asome doña perla, luego de un portazo salio zara y empezamos a ver la final del campeonato de la calle patrocinado por una carnicería. Robinson me confeso esa misma tarde que se la había pasado enamorado de ella todo ese año, aquella zara, de apenas quince años, de cabello negro crespo y largo, cuello delgado, pechos redondos, cintura menos redonda, y caderas torneadas, ojos verdes, zara la mora, impecablemente bronceada piel. Le habíamos pillado en la terraza de su casa, semidesnuda, tomando el sol y alborotando a nuestros amigos. Él, diego, por una grata suerte, tenía menos gracia: delgado al extremo, moreno y con una discreta barba, ojos demasiado chicos y rostro perforado por el acne por una vida no santa, tuso como una tusa y hablador como otra tusa. Poca carne, poca habilidad para jugar al futbol y al parecer una gran aptitud para asesinar.
Fruncía el gañote Robinson, al verlo llegar y la gran tragedia comienza y termina con diego, el tocayo, esa misma tarde, en que las nubes viajan poco mas despacio atentas, huyéndole al sol. Pleno partido y ella ya posando en su balcón con los hombros descubiertos y un arrullo de piropos desde la acera del frente, auque silenciados por el temor que toda la gallada le tenia a Diego, corte a la que nos habíamos sumado supuestamente para ver el partido, aun cuando todos estuvieran era pendientes de los gestos de Zara que recorría con sus ojos el caminar particular de diego que escasamente tocaba el balón.
Desde una bicicleta que alcanzó a bajar por la callecita salieron dos tiros pendencieros y alcanzaron los dos pechos de Diego que con el costillar abierto y ensangrentado cayó boca arriba. A pesar del sangrerio yo no dejé de chupar mi crema y a pesar del gran berrido que pego zara que bajó rápidamente por las escaleras para acudir al lado de su amante sarraceno herido de muerte, muerto en la mitad de la línea blanca que atravesaba la mitad del campo. Yo no dejé de chupar mi crema y de escuchar los comentarios oportunistas de Robinson. Balas que llegaron provenientes de una bicicleta, tarde cortada por un chorro de sangre y las injurias y promesas de desquite de los compañeros de equipo por la muerte de su amigo, sarraceno que yacía en frente de su princesa, por todos deseada.
Golpes de pecho, gritos y promesas que se esfumaron ante la llegada e la policía—mi amor, mi amor… ama, ama mira lo que le hicieron a dieguito –luego acudieron todos los vecinos y la gente del más allá, incluso Eduviges y raquelita. Esa Zarita de largas y fuertes piernas, de rodillas anchas que se perdían en los muslos de las primeras, piernas de patinadora, caderas anchas rozando el piso tras su posición de rodillas y pasándose la sangre de dieguito de mano en mano y luego lavando sus labios con aquel desperdiciado líquido. Lagrimas: muchas, nadie se atrevía a halarla para que no se fuera a terminar comiendo aquel cadáver, solo el imprudente de Robin se introdujo entre toda la romería y advirtiendo -- no Sarita él no está muerto, no ves que está moviendo los ojos, se está haciendo, mirá, mirá--. Sabia mentira la de Robinson. ¿Cuánto se había perdido diego?
Silencio y ya veía yo como la venida de mi madre había coincidido con la llegada de la sabana que taparía al occiso. Mama, mama, fui a limpiar mi boca embadurnada de crema en aquella queridísima pelvis vestida con ropas extrañas, con ropas que yo no reconocía y que no habían viajado con nosotras. Y aquel espectáculo de sangre y aquel partido de micro-futbol para el olvido.
Esta zara más tarde tendría un bebe a quien llamaría Diego, luego ingresaría en la universidad y se perdería en números y en drogas, abandonaría a Diego y a sus tormentos y se repondría en los brazos del remedio para los no santos: el trabajo, mal pago y silenciado, que tortura.