sábado, 30 de agosto de 2008

6. La lemniscata o el equilibrio

Hora en que retorna ella, sale, entra, tantas veces, también los otros, ¿Cuál es el polo?: La memoria o la pérdida.

Aquella semana se encargó de pasarme por el camino de lo turbio mi ánimo. Mi madre aparecía una vez al día para la hora del almuerzo, con la prisa del baño retrasado y con un ayuno inmundo, de pesadilla. Tomaba café para avivar, hidratar aquel cuerpo desalojado por las lagrimas y el sueño, Eduviges lo hacía muy bueno, yo debía tomarme un par diario, hábito que mi madre se había negado permitirme, por que me escondía el sueño de la tarde que me visitaba después del almuerzo. A Robinson lo vi mucho, lo había traído la muerte, era un actor de la pompa fúnebre, yo me lo aprendí de memoria, casi ahora soy capaz de dibujar su rostro de morenos parpados. Su misión era ocultarme mi dolor, hoy ya no más oculto, ayer perdido no por crueldad, por ingenuidad. Nunca escuche de mi madre que fuera obligatorio sentirse adolorido, llorarlo, a dieguito, pero si la muerte dura para toda la vida yo no lo sabia, ahora lo se y no lo comparto. Ahora me lloro, al recordar aquel fuego que se devoró a mi madre para devolverle la voz. No creerán que ella en realidad volvió a hablar, pero me enteré de que ella nunca había querido hablar, ella escuchaba, escuchaba a más de uno, por eso para mi no había palabras que aprender, solo estaban todas y mi voz no había aprendido a llorar y mi vos no esperaría para siempre.

La culpa, mi culpa se dejó venir tarde, siesta durante casi veinte años después, ocasos después de la siesta perdida por la permanencia de café en la garganta inmadura, amargos granos bien tostados entre mis dientes y decirle adiós, junto a los juegos preparativos, curva codiciosa, sacada yo por la centrifuga, recuerdos que valdrían mi infancia, que al cabo de veinte años ha perdido memoria, tanta, que las lagrimas perdieron su sal. El duelo de dieguito duraría más, de lo previsto quisiera hoy estar en la fuente lavarme, lavarlo, la tierra se me mete dentro de los dedos de los pies y la mastico en mi caminata hacia la noche de la vida. Semana venenosa que se llenó de palabras y ha matado, hasta mi dolor. Lágrimas ligeras que se fueron agravando, distancia: corta hacia él, a un paso de los recuerdos, tan niño todavía, tan joven aun a pesar de los años.

Pude observar como unas niñas idénticas con uniforme de colegio idéntico a un compás idéntico como jugando con su contraría al espejo —como maquinaria aterradora-- jugaban dándose palmadas al ritmo de una canción que aunque yo no escuchaba por mi oído materno, inventaba con mi otro oído maldito, el paterno. Los rayos de sol me buscaban en la montaña y me escondían las nubes que pasaban veloces gracias a los ventarrones de la temporada, esperaba yo que ellas rumbaran para que me sacaran de los oídos aquel sonsonete fúnebre, que no logro infringirme dolor ninguno, sino que me enseñó a fingir, a imitar, a envidiar, lo que luego para mi sorpresa estaba prohibido, pero que nunca he dejado de practicar con tanto ritmo, con tanta destreza.

El muerto duró
Cosquillas me dio
El pelo revuelto
Totiado de la risa
Merengues, colombinas
El muerto revivió…


Cuanto recuerdo. Cambiaria un par de cientos de palabras de alguna oración pagana que me hicieran llorar en el pasado, para recordarme llorando, que revivieran no a dieguito, sino al zombi del dolor.

Las tardes en que Robin y la otra, Raquelita, venían conmigo a chupar crema y a ver los muchachos de la cuadra mayores, sin camisas, jugando futbolito y frotando sus genitales con las uñas de vez en cuando –Robin tenia el mismo hábito—. Escuchábamos emocionados los Golpes fuertes, que suenan contra el piso, que azotan la calle negra. Pasos de futbolista o de juventud y gritos fuertes que en la carrera perpetraban una disputa por más que el honor, por el escondite a desgastarse.

Comentaba a Robin de los juegos preparativos y el me hablaba a mi de los juegos ficticios como rehusándose a jugar conmigo, porque eran juegos que no quería representar, el tenia una idea más solitaria de los juegos, menos familiar.

Para él eran mucho más adultos los juegos del equilibrio. Solía amarrar a la cabecera y a los pies de la cama una cobija más bien destemplada y acostarse sobre ella para pretender dormir (imitó ronquidos), en una cuerda floja, yo lo miraba cruzar los pies y el me decía que así se sentiría dormir en el borde, con el vacío rodeándole. No se podía descansar, en cambio podía uno dormirse y manipular el equilibrio de los sueños. Eso decía él, yo hoy aun no lo logro, aun sueño con volver a escuchar uno de eso juegos ficticios y no he podido preparar ninguno de mis sueños.

Pereza tan grande que me cocinaba en aquella época, tan codiciosa, tan curva yo. Apretarse el cuello hasta quedar inconciente, le ofrecía a Robin mi cuello para que me llevara a conocer donde no había conocimiento. Entonces me caía sobre su pecho y luego en el suelo pegándome, frenando con la cabeza, luego aparecían los chichones, aparecía el castigo por la falta de equilibrio. Voltearse los parpados para ver de verdad, para ver hacia sí y permitirle al otro la mirada desnuda, la verdadera, con ese color tan repugnante. Sobarse con ansiedad los genitales. Hacer equilibrio con un palo de escoba, con el pie con la mano con el mentón, aguantarse la carga de cuatro biblias sobre la cabeza, (Robin tenia ventajas pues tenía la cabeza descomunalmente plana y grande) y caminar bajo el peso de la ley, peso que a mi casi siempre me ganaba, acaso quien reunir cuatro biblias en una casa y que se cayeran. Otras veces usamos los mamotretos de las mil y una noches, esos cuando caían se descuadernaban y atentaban contra mis dedos del pie, dentro de los zapatos de tacón alto que tomaba prestados del armario de Séfora. A Robin también le gustaba ponerse aquellos zapatos y solo así fallaba su equilibrio, sin decepcionarme.

En la noche, para que yo no me durmiera empezaba una vos de fantasma joven a llamar con fuerza, pero con sigilo:-- Zara Zara--, yo Emma, estremecida por el llamado de ultratumba, escuchaba una dulce vos adolescente que contestaba: ya voy, ya voy, con menos sigilo y luego se desataba una tormenta de pasos bajando por la escalera de la casa de enseguida e inmediatamente una motocicleta de dos tiempos estiraba su chorro de ruido por la angosta calle que simulaba la cancha de futbol. Yo en ese momento tuve una visión y me encontré muy cercana a aquella princesa que se deslizaba por su torre para llegar a su príncipe montando un caballo y de una embriaguez frenética por el humor de mis piernas, o las piernas de ella: Zara.

Manos ásperas que apretaban mi cuello. En los últimos días, sintiendo que ya tenia a Robin harto, decidí perseguirle para que siguiera jugando conmigo, el en cambio me hacia a un lado y empezaba a decir pesados chistes para que yo me aburriera, empezaba a combinar burros y abejas en las mismas conversaciones y ya tendría menos de aquellas manos ásperas. Yo que venia de padecer la insolencia de otros por allá en mi montaña, pasaba por este reino para aprovecharme, para abusar de un pedazo, la poca ciudad que conocía, muchacho de juegos ingeniosos y de ojos hundidos. Él pasaba sus manos sobre la llama de una vela sin inmutarse por el dolor y de cuando en vez se arrancaba un dedo para que yo me sorprendiera.

Terminé prestándome para que él, asiéndose de una toalla, empezara a corretearme como si fuera un toro de casta, empleo que Raquelita había cumplido mejor que yo y que tras los pases de torero mediocre al que emulaba Robin acá, allá, abajo por encima, de vuelta, amenazando, se fue aburriendo de la falta de agresividad de este toro que vivía en mi cuerpo y que yo creía se parecía más al de una foca. El caso es que, Raquelita se había acostumbrado a jugar de toro e inclusive representaba una violenta estirada de pata tras una estocaba que Robin le aplicaba, afortunadamente, sin estoque, para que no resultara herida la que finalmente me parecería una niña tierna y mi primera amiga.

Robin mientras, pasaba ratos con su corrillo de amigos a quienes contaba chistes y todos reían al ver sus gestos exagerados, el invitaba al juego a todos sus amigos y de mi decía que era su prima y que era una campesina de por allá lejos. Yo me conformaba con que me contara alguna historia de la gente del barrio (casi siempre de decapitaciones, estaba obsesionado con las decapitaciones) y el se conformaba con que le permitiera ganar al jugar a las pulsadas.
Kilómetros y kilómetros de calle había ya recorrido yo de sábado a sábado, había olvidado comer con cuchara, comía con mis manos, Robin me habia enseñado a usarlas, a diferencia de él si me las lavaba antes y después. Comer del plato como una perra revolcando espaguetis con la punta de la nariz, bañar cualquier bocado en salsa de tomate y aprender el alfabeto juntando letras de plástico que tomaba prestadas de raquelita mientras que el dueño de mis juegos, el equilibrista, se entretenía con su sueño atrevidamente conversado.

Ahora que me encontraba buscándole, mientras chupaba una crema, me dirigí en una de las tardes hacia el gran torneo, huyendo de raquelita que me perseguía con una bolsa de lápices de color para que le acompañara a pintar mapas, geografías ficticias en grandes hojas de papel, en las que dibujábamos el carácter pedregoso, colorido e hidratado del planeta tierra, juego que también habíamos aprendido de Robin e invitaban al ocio a los grandes atlas. Ficciones que no podía raquelita sola sacar de su cabeza llena de piojos y yo tampoco, a pesar de los años que han transcurrido desde entonces. Océanos enteros rondando mi cabeza y continentes de recuerdos y de infancia perdidos, en el camino, hacia la fuente, donde veía al invierno roer la tierra, ya blanda, ya amarilla.

Ya en la callecita de discreta pendiente pero tumba-piernas, escuche la vos de Diego: Dígale a zara que se asome doña perla, luego de un portazo salio zara y empezamos a ver la final del campeonato de la calle patrocinado por una carnicería. Robinson me confeso esa misma tarde que se la había pasado enamorado de ella todo ese año, aquella zara, de apenas quince años, de cabello negro crespo y largo, cuello delgado, pechos redondos, cintura menos redonda, y caderas torneadas, ojos verdes, zara la mora, impecablemente bronceada piel. Le habíamos pillado en la terraza de su casa, semidesnuda, tomando el sol y alborotando a nuestros amigos. Él, diego, por una grata suerte, tenía menos gracia: delgado al extremo, moreno y con una discreta barba, ojos demasiado chicos y rostro perforado por el acne por una vida no santa, tuso como una tusa y hablador como otra tusa. Poca carne, poca habilidad para jugar al futbol y al parecer una gran aptitud para asesinar.

Fruncía el gañote Robinson, al verlo llegar y la gran tragedia comienza y termina con diego, el tocayo, esa misma tarde, en que las nubes viajan poco mas despacio atentas, huyéndole al sol. Pleno partido y ella ya posando en su balcón con los hombros descubiertos y un arrullo de piropos desde la acera del frente, auque silenciados por el temor que toda la gallada le tenia a Diego, corte a la que nos habíamos sumado supuestamente para ver el partido, aun cuando todos estuvieran era pendientes de los gestos de Zara que recorría con sus ojos el caminar particular de diego que escasamente tocaba el balón.

Desde una bicicleta que alcanzó a bajar por la callecita salieron dos tiros pendencieros y alcanzaron los dos pechos de Diego que con el costillar abierto y ensangrentado cayó boca arriba. A pesar del sangrerio yo no dejé de chupar mi crema y a pesar del gran berrido que pego zara que bajó rápidamente por las escaleras para acudir al lado de su amante sarraceno herido de muerte, muerto en la mitad de la línea blanca que atravesaba la mitad del campo. Yo no dejé de chupar mi crema y de escuchar los comentarios oportunistas de Robinson. Balas que llegaron provenientes de una bicicleta, tarde cortada por un chorro de sangre y las injurias y promesas de desquite de los compañeros de equipo por la muerte de su amigo, sarraceno que yacía en frente de su princesa, por todos deseada.

Golpes de pecho, gritos y promesas que se esfumaron ante la llegada e la policía—mi amor, mi amor… ama, ama mira lo que le hicieron a dieguito –luego acudieron todos los vecinos y la gente del más allá, incluso Eduviges y raquelita. Esa Zarita de largas y fuertes piernas, de rodillas anchas que se perdían en los muslos de las primeras, piernas de patinadora, caderas anchas rozando el piso tras su posición de rodillas y pasándose la sangre de dieguito de mano en mano y luego lavando sus labios con aquel desperdiciado líquido. Lagrimas: muchas, nadie se atrevía a halarla para que no se fuera a terminar comiendo aquel cadáver, solo el imprudente de Robin se introdujo entre toda la romería y advirtiendo -- no Sarita él no está muerto, no ves que está moviendo los ojos, se está haciendo, mirá, mirá--. Sabia mentira la de Robinson. ¿Cuánto se había perdido diego?

Silencio y ya veía yo como la venida de mi madre había coincidido con la llegada de la sabana que taparía al occiso. Mama, mama, fui a limpiar mi boca embadurnada de crema en aquella queridísima pelvis vestida con ropas extrañas, con ropas que yo no reconocía y que no habían viajado con nosotras. Y aquel espectáculo de sangre y aquel partido de micro-futbol para el olvido.

Esta zara más tarde tendría un bebe a quien llamaría Diego, luego ingresaría en la universidad y se perdería en números y en drogas, abandonaría a Diego y a sus tormentos y se repondría en los brazos del remedio para los no santos: el trabajo, mal pago y silenciado, que tortura.

miércoles, 30 de julio de 2008

Invitación a comer arepa y morcilla

Saludos a todos los ingredientes en El Caldero

Los quiero invitar a una reunión en mi apartamento el próximo sabado 16 de agosto en las horas de la tarde para que nos veamos las caratulas, conversemos sobre nuestra publicacion y nos divirtamos avistando la hora mutante desde mi balcón.

A la pimienta y el cilantro que han emigrado para engordarse tambien los invito para que concretemos una conversación a través de Internet.

Espero comentarios y confirmaciones para que esto se cocine en mi dirección de correo gmail o en mi nuevo teléfono 4227686.

Fraternalmente

Huracán Metal

miércoles, 2 de julio de 2008

5.La visita*

Zara nos empieza a relatar sus llegadas, sus venidas, sus llamadas pero las visitas las relatan otros, otra es la visitante.

Antes de vivir en esta explanada enorme, superpoblada, humedecida por un sistema de hebras de agua que convergen en un gran hilo sedimentado y con poca curva, con paredes alrededor erosionadas por el hacinamiento, el clima lluvioso, pero ardiente, vine de paseo cuatro veces, sino es que cinco. Con posibilidad de describir con suficiencia mis recorridos, mis descubrimientos los sitios visitados, dos veces: la primera fatal, fue con ocasión de la agonía de diego, la segunda para una cita con el otorrino de mi mama.

La primera vez que recuerdo haberme preparado para una visita a la ciudad, --¿dónde pisaba yo?, ¿cuánto me duele ya?-- la noche antes de partir, noche sin luna, mi madre angustiada desde la mañana por el ruido del pecho de diego que parecía una larva voraz cuyas mandíbulas roían la madera que sustentaba su juventud, me anunció la ida. Al acudir al médico en la mañana, éste le pidió, casi le imploró que trasladara al niño a un hospital (eso me contó juan do cuando preparaba este cuaderno). El anuncio fue entonces con un corre-corre por toda la casa buscando documentos y valor, ella tomó una maleta que guardaba dentro del mueble coco de la sala en donde también se guardaban unos disfraces, unas cobijas y unos bolsos elegantes y empolvados; la llenó con dos mudas de ropa para diego; unos sacos de colores vivos que nos regalo Séfora alguna vez a diego y a mí, herencia de unos primos que ya habían crecido; unos interiores; (fiesta) mi vestido de baño; no metió pantaloncillos para diego; una gorra y unas drogas. Para ella empacó: un bolso, un perfume, unos pantalones y camisas cuidadosamente dobladas para no arruinar la aplanchada, una bufanda (nunca la había visto usar una), la cartera y el afán. Además tomo de un cofre un relojillo de pulsera que revisó a contraluz para ponerlo a tono respecto al gran reloj de la sala. Pulsera metálica, plata harto brillante, incrustaciones de esmeraldas que quizás valían esta casa y esta tierra (testimonio exagerado posterior de juando).

Diego y yo nos vestíamos con las mismas tallas, no porque yo fuera muy pequeña sino porque diego tenía unos hombros amplísimos, descomunales. Para su malestar y el mío, mi madre, nos vestía intercalando las mudas, era así como yo podía vestir un día un pantalón de tiro largo o una camiseta de un equipo de futbol, y dieguito, con seguridad más perjudicado, le tocaba ponerse prendas fucsias y rosadas con moñitos de cinta de colores en el pecho, camisas con pliegues en los hombros y raros cortes en la cintura. Para vestirme a mí, mi madre echó en la maleta también un overol de cordoroy verde oliva con un bordado de arabescos al frente que se colgaba de mis hombros para dejar ver el revés de la urdimbre cuando me agachaba. Dos veces tan solo me había puesto este lindo overol que mi madre había comprado de una talla grande previendo un intenso régimen de crecimiento mío, corto hasta encima de la rodilla, ambiguo de si era falda o pantalón, sumándole al ajuar unas mallas densas que estrenaría por fin con ocasión de este viaje y que ocultaban las cicatrices de mis piernas pendencieras contra las tunas, ladillas y zancudos hambrientos.

Ansiosa por el viaje, aprovechando la benevolencia de mi madre respecto a la hora en que debía acostarme a dormir, observaba como el trajín de la empacada cambiaba las rutinarias veintiuna horas de la casa, por un afanado ir y venir durante el que se escuchaba a dieguito respirando, grave, invernal, timbaleo tenebroso que nos envolvió en tremendo desasosiego y que le permitía a él dormir en el lugar más caliente y acogedor de los alrededores, al costado de mi madre. Una suerte de papeles importantes, fueron revisados por mi madre mientras chequeaba la temperatura de la frente de Diego con su mano izquierda, atenta vigilaba inquieta, el sube y baja del pecho de su niño y empacaba mas descuidadamente los importantes papeles en la maleta ya por reventarse.

Sin querer dormirme aun por la ansiedad, hablé un par de veces a mi madre para que me explicara con su voz de rebelde violín, algunos rasgos ligeros de la ciudad, lo que íbamos a ver mañana, si veríamos a mis tías, si iríamos a sitios que yo hubiera memorizado tras las largas jornadas de ordenamiento de fotografías, si tantos desmanes estaban en el destino que teníamos mañana. Muchas de las fotos que había memorizado eran de otras ciudades, de tal suerte que esperaba encontrarme la fuente de Trevi, la puerta de Brandemburgo u otros accidentes, pero que tan solo eran fotos conservadas de mis tías en viajes a Europa. Inútilmente mi madre intentó explicarme algo pero yo nunca le entendía, yo debí descubrir la ciudad desde la mudez impaciente de mi madre y desde la parquedad de juando, quien recién llegó del pueblo, sosteniendo una bolsita plástica con medicinas y otros ungüentos, recetados por el médico local, en la tarde, para el visitado.

De niña mi madre vivió en la ciudad como princesa, en un barrio, en una casa con solar atrás, jardín adelante y una biblioteca en el centro. Las fotos de su padre y de su madre mojaban a cada rato la parte inferior tiznada de sus ojos, en las tardes en que ella con guantes blancos de algodón repartía fotos a diestra y siniestra para que sus hijos, palparan a la familia y las introdujeran en álbumes de cartulina negra que ella misma había encuadernado. Su padre le había impuesto un régimen de lectura para cambiar el corazón de una niña adolescente y material, en la memoria de una mujer ensordecida por la crueldad de la carne, de los huesos y de la injusticia. Herencia en regueros, la biblioteca de mi abuelo, permanecieron un tiempo prisioneros en el cuarto contiguo al mío en la casa de campo, en el último cuarto de ambiente húmedo por la cercanía a un barranco que sitiaba la parte de atrás de la casa. El cuarto de los libros, albergaba chapolas parecidas a hadas, de torax carnosos y presencia premonitoria, de aterrizajes sonoros sobre las paredes en la penumbra, asustadas ante la luz de la bombilla, que encendíamos para aterrarnos por la colección de confeccionados álbumes negros y libros viejos, emocionados para sacar otras cajas repletas de rastros.

Volviendo a esa noche, la maldita de mis recuerdos, como muchas en abril, llovió con intensidad y las cortinas transparentes de las ventanas de mi cuarto no alcanzaban a filtrar las luces de los relámpagos. Me preocupaba ingenua por los animales allá fuera, expuestos al golpe inmisericorde de las goteras, los pájaros, las chicharras y el perro; las vacas, los gatos, las hormigas. Pocos días después me di cuenta de que ellos no sufrían con las tempestades, que ellos exhortaban a la lluvia para que con sus enviones, los hombres se guarecieran y el orden pudiera restituirse, por lo menos hasta que el primer hombre pudiera atreverse a pisar el pantano frio. Lluvias que en corrillo habían acabado con las casas de algunos vecinos, barrido con algunos árboles que recubrían la quebrada y nos habían incomunicado con el pueblo por los derrumbes de la carretera y la trocha.

Luego, temprano en la madrugada pero aun de noche, después de escampar, la falta de bruma me permitió cortar mis sueños mirando a través de la misma ventana la cruz del sur. Yo desperté, habiendo dormido poco por la ansiedad típica: víspera de viaje. Empecé a reponerme tras los ruidos que hacía mi madre arropando debidamente el cuerpo de mi débil hermano, antes de meterse ella al baño y que me anunciaron la inminente salida. Bebí una taza de agua de panela que me esperaba en la mesita de noche, mi anticipada madre la había puesto, su vapor empañó el cristal del portarretratos de mis abuelos que velaban mi sueño y que me mostraron el camino hacia el baño ya desocupado, donde me prepararía para marcharme—aunque la idea de involucrarme con el agua para los menesteres de aseo me parecía un atentado contra mi orden infantil--.

Ultimados detalles, salimos para el pequeño aeropuerto del pueblo, montadas en dos caballos prestados a Victoria Sánchez, la de la “turba de victoria”, galopando al paso de la mula de juando, que cargaba entre sus piernas y la silla la inconsciente humanidad de diego, abatido por la congestión y la fiebre. Es necesario decir que este traslado en avión lo propició el complicado estado de salud de mi hermano quien no sobreviviría a este penoso viaje.

La pista, orientada en dirección occidente-oriente nos recibió ya para el amanecer, Juan Domingo precavido llamó desde un teléfono a mis tías para avisar de nuestro repentino viaje al “calderón”, así ellas podrían pasar a recogernos. La niebla sobre el campo empezó a levantarse, el avión hizo un fuerte ruido que excitó el aleteo de la hélice, yo no despegue el rostro de la ventanilla y vi como la pequeña maquina se elevaba intentando clavarse en el amarillo resplandeciente del crepúsculo y como luego viro completamente al occidente para que le diéramos la espalda a la mañana trágica y la frente al humor de la montaña.

Media hora de camino sacudidos por las tormentas y la potencia de la serranía, entramos en el valle, dormida involuntariamente por la escases de oxigeno de la nave, mi madre me despertó y pude ver los largos brazos de la urbe, cobijada por los manchones de nube viajeros y blancos, las construcciones anaranjadas, las fabricas y el rio. Los grandes edificios y los carros sobre las autopistas diminutos como arrieras en su hormiguero, no vi gente pensé que estaba vacía. El aterrizaje brusco y ruidoso y el campanazo en mis oídos a raíz de un bostezo involuntario me dieron la bienvenida a esta mezcla de sensaciones de prisa y decepción.

El grisáceo semblante de esta media mañana y la crudeza de este bochorno, no me impidieron grabar sigilosamente la traición de la curva, hoy y los días siguientes, ensañada contra mí, contra mi familia, contra mí paz. Dieguito caminaba con mucha dificultad de la mano de mi madre. Bajaron de la avioneta, y yo quedaba olvidada por completo --por mi desbordada salud-- sedada con el seco sabor que le sacaba a una chuspa de minisicuí, que había dejado olvidada en un bolsillo y que ahora me acompañaba en este tránsito por el día traidor. Seguí el contoneo y los pliegues de la falda floreada de mama que se dirigía hacia el fondo por un gran pasadizo en donde nos esperaban las maletas. Mis tías aguardaban allí conmocionadas no con mi presencia sino por el rostro de frustración de mi madre que ya había tomado en sus brazos el cuerpo asfixiado de dieguito. A lado y lado del pasaje de al menos cien metros, pencas, palmeras y guardaparques, crecían a la expectativa de quiénes serían los forasteros que se aventuraban a este caldero.

Séfora y marta…Marta me tomo del antebrazo y me dirigió hacia su mejilla para que la besara, ella no me besó, ella no me sonrió y ninguno sonreímos. Luego Séfora se agacho y me sujeto con suavidad los cachetes. Apuradas de paso las cuatro y dieguito remolcado por los brazos gruesos de Séfora. Caminamos por entre las grandes vitrinas de la sala de espera del aeropuerto, pillamos un taxi que pensé nos estaba esperando. Ellas tres se subieron atrás y a mí me amarraron a la silla de adelante y yo acomplejada por la sorpresa de la calle, no tardé en templar mi cadera para alcanzar a mirar a través de la ventanilla los charcos de un indiscreto invierno. La ciudad, barrios extendidos, interminables, los puentes, los cables que apenas dejan levantar vuelo a las palomas.—niña siéntese bien que me parten—reversaba mi mirada hacia el conductor que estiraba su trompa como intentando besar la cabrilla y mirando de soslayo mi montañera altanería. Regresé a mi vigilancia: barrios y un paso por una extensión de varias cuadras en donde todas las casas parecían destruidas por una catástrofe -- una demolición mamita—reconvino marta que desde atrás acarició mi cabeza y cabello piojoso. En la rapidez del viaje alcancé a ver habitantes que entre las ruinas buscaban algún despojo, vi grupitos de niños que confabulaban contra la tranquilidad de la mañana, vi carretilleros con cargas enormes cuya velocidad de su carretilla excedía el correr de sus cortas piernas. Vi familias, vi fruteros, vi señores que gritaban, vi borracheras que prescindían de los mismos borrachos para manifestarse. –Esto va cambiar y se va a poner bien lindo mi niña para que usted venga a comprar con sus tías, vestidos y sandalias. –y un vestido de baño tía ¿no cierto?.— Preguntaba apoyando mi antebrazo sobre el espaldar de la silla y volteando el rostro--Si mi amor, venimos, no te preocupés.—contestó ella casi sin prestarme atención. Entonces vi que mi hermanito había logrado conciliar el sueño: sus ojos, como era obligación ante sus inhalaciones deficientes, blanqueados. Regresé a la calle, vi el cementerio cruces y edificios de bóvedas, vi corrillos de gente esperando el bus en las esquinas.

El pesado carruaje se apresuró a subir una tendida loma y yo un poco mareada por el zigzag imprudente y veloz, apoyaba mi rostro sobre el lomo de las puerta del carro amarillo y negro. El expreso que nos había recogido en la planicie, ahora nos encaramaba en la colina por donde rodaban los sueños y los cuerpos (casi todo terminaba en el fondo). El carro se introdujo entre una calleja angosta, el sol iluminaba con furia las casas que estaban a mi derecha, la sombra guarecía con pena las casas de la izquierda, ya el sol estaba de nuevo con nosotros y eso era un buen indicio, o por lo menos eso creíamos.—siquiera despejo el día—Escuché el clamor de una de mis compañeras de travesía de la banca de atrás, ojalá hubiera sido mi mamá. Por el callejón alcanzamos a interrumpir un partido de futbol de chicos sin camisa y luego llegamos a una casa de fachada verde, la casa de Séfora y marta que ya yo antes había visto en fotos y que no era verde, pero que conservaba un altar a la virgen en el jardincito.

Una señora abrió la puerta escandalosa y de aluminio, una señora que yo no reconocí de fotos y que saludó con una vos gruesa a mi tía Martha, ¿Cómo le va doña Martha?—buenas Edu—contestó mi tía. –vea ella es Emma, mi sobrina, pa que me le echés un ojo, que nosotras vamos de largo pal hospital.—explicó mi tía a la señora y a mí por ahí derecho. Luego se asomó también un chico de al menos doce años –yo…parálisis-- junto a esta señora de delantal blanco y brazos cortos bastante separados de la cadera. Era Robin. Enseguida apareció una chiquilla mocosa envuelta en una toalla y desnuda hasta el fastidio. Era Blanca. Me acicalé un poco frente al espejo retrovisor, me bajé con mi bucito al hombro y mi raída bolsita de minisicuí fue a dar al suelo. Un poco avergonzada ante el galán quedaba yo, él me haría disipar un poco mi apego al musgo, al agua fría y a las sabaleticas de la fuente. Sobrinos políticos de mi tía Martha, sobrinos del esposo de mi tía, que ya no vivía más cerca, hijos de Eduviges, cuñada de Martha, eran la fuente novedosa de juegos preparativos y de nuevos brebajes, eran la distracción por esos días en que yo, por mucho tiempo me reproché, disfruté inocente, ignorante.


El taxista no dejaba de estirar sus labios así como señalando el vacío, el aire, cualquier cosa, él que resultó vecino y que me explicaría mi tía, tenía un tic nervioso--¿y de que está nervioso tía?—preguntaba yo. Él bajó el maletín, del baúl de atrás,

Yo me volví hacia la casa de mis tías: una puerta al centro con el cuadro de la señora que se secaba las manos en un delantal, a la izquierda un altar de la virgen, a la derecha una ventana con un letrero: venta de cremas y mas a la derecha una reja metálica que llevaba a una terraza, arriba, limitada con los vecinos de norte y sur con picos de botella reventados sembrados a mansalva entre el cemento, aguantando equilibrio sobre el lomo de los ladrillos.

El intento de príncipe y la niña que perdía sus manos entre una negra cabellera que le picaba sin tregua (como a mí), seguían allí al lado de la Edu, el taxista dejo las maletas al lado de las puertas doña Edu las entró a la sala, y me tomo a mí de la mano y me llevo al interior de aquel magnifico palacio que aunque no era nuevo para mí estaba dotado con cosas que eran novedad, un televisor a color en medio de los dos grandes cafetos, un estandarte con porcelanas de payasos y botellitas de gaseosa de colección, una foto mía de dieguito y de juando dignificando la erección dificultosa de una coja mesa, una estatua de un atleta griego con sus pudores censurados militarmente mediante una lámpara polarizada, cilíndrica, rotatoria que iluminaba un letrero transparente con la palabra “BAR” (a los pies del mozo y del aparato un altar de licores internacionales).

Volviendo al taxi vi como mi madre, aun preocupada, no se enteró de que yo me quedaba allí, tomó la cabeza de dieguito entre sus manos, Piedad. Marta y Séfora volvieron a subirse.

Fue la última vez que vi a dieguito estrecho contra el pecho de la madre partida, desde hoy empezaría una semana y más de incertidumbre, sabiendo poco de ellos. Yo, a cargo de mis tías, me perdí en el juego y en el dulce, mientras la muerte en su visita perentoria nos atraía hacia esta anemia emparedada entre montañas.

*Nota del esclavo de la curva:
Disculpemos la vigilia que nos ha hecho pasar la curva, al suscrito y a lo mejor a los lectores, al no poder colgar ningún breve en los últimos cuatro años. Pido disculpas al lector para que no me reproche sino para que le reproche a la comba perdida, a este crespo, que está vivo y burlándose.

jueves, 26 de junio de 2008

ATRAVESANDO EL RIOBAR

La tarde esta poseída por el resplandeciente sol que pinta todo con tonos amarillos y hace brillar las ventanas y los charcos dejados en la calle por una lluvia de corta duración más temprana. Hace un día muy bonito. Hermoso. Increíblemente real y realmente doloroso. Exuberante en luz y solo opacado por la masa gris y triste que habita esta tierra, pero inmenso. Un reguero indescriptible de nubes iluminadas puebla el cielo que todo lo cubre en medio de las oscuras montañas que por el contraste se hacen verdes negras. Los rayos oblicuos de las horas anteriores a cuando el sol desparece de nuestra vista atraviesan los vapores que se levantan por el calor del suelo con una inclinación paralela a la de las lomas de la base rozando las cabezas y las casas.

Yo camino entre la multitud de personas que habitan, padecen, disimulan, construyen, dominan y ocultan este barrio. Después de un día de servicio en la planta, camino a través del Riobar para ir a la casa porque no tengo el pasaje.

Lugar híbrido de casas, tiendas, bodegitas, talleres, revuelterias, lavaderos de carros, fábricas, cafeterías, restaurantes como la gran mayoría de todos los barrios de aquí. Que alberga a los seres de la especie que habita entre el ladrillo y el cemento. Obligados a trabajar incesantemente sin mayores medios que sus propias manos y frente a sus propias casas. En la calle todo el día, al sol y al agua. Reparando máquinas, recogiendo desperdicios, comprando chatarra, vendiendo minutos, dulces, mangos, lavando buses, haciendo nada aparente; partícipes de una agitación dispersa e incoherente. Todas las semanas, de la vida. La misma brega, la misma dificultad, la misma calle.

Los que no trabajan arrancándole plata al metal o a la comida, se paran en la puerta de la casa, o se asoman por la ventana, por ver que pasa, para combatir el hastío. Ellos dejan ver su pobreza engalanada con objetos que denotan más pobreza, porque en su inmediatez y al ocupar ciertos lugares esconde los vacíos y las grietas en la vida material; los cuadros de los equipos privados de fútbol, los afiches de las estrellas cantantes del momento, los equipos de sonido robóticos y estrambóticos. Pero también se ve el refinamiento de la dedicación y el amor ciego con que algunas manos, seguramente femeninas, adornan su casa; los tendidos de las camas con sus boleros, los manteles del comedor con sus carpetas, las mesas con altares a las imágenes católicas piadosas.

Este es un barrio construido con el disimulo fehaciente que requiere el comercio de la bareta. Ha padecido guerras entre bandas y la extorsión de la policía, pero con dureza, violencia y alianzas ha logrado permanecer en el negocio. Acá nada de lo que se ve es lo que aparenta y en un instante, ante la señal inadvertida cambia totalmente el escenario. Todo es complicidad u ocultamiento.

Aún así hay dos policías en la panadería a la vuelta de la cuadra. Más adelante otros dos al lado de la moto afuera de una taberna. Después otro par al final donde la calle vira un poco a la derecha. Esta caliente el barrio y yo me pregunto ¿Que hace toda esta gente cuando no está alguien matando o peleando? Pues partir con el ladrón y el asesino. Esperarlo y disimular pa´ partir. Ellos administran la seguridad y la inseguridad. Son otro cartel más, otra banda más, otra lacra más en el juego del comercio ilegal. Pienso sobre estas dos últimas palabras y me imagino la altura en que esto se vuelve normal o cotidiano a pesar de las violencias, las injusticias y las víctimas comprometidas. Siento asco al pensar que todo esto es supervisado y usufructuado por los tombos y sus redes civiles. Uno de los dulces frutos de la tierra vuelto el mejor negocio, el más degradado y cruel, el más perverso negocio por los tombos y los mafiosos.

Ya se ha hecho de noche en el transcurso de seis cuadras que he recorrido.

Después del giro a la derecha paso por una calle oscura con casas más pobres que las anteriores donde hay animales de corral a decir por el olor a gallinaza. Los caballos de los carreteros flacos y mugrientos han prestado su servicio al dueño y ahora esperan a que los coja el sueño. Viendo todo esto no puedo evitar preguntarme ¿Cual progreso? Toda la vida a esta gente le ha tocado vivir guerras de bandas y ver como mientras unos caen otros salen adelante, por encima para ser precisos. ¿Cual progreso? ¿Progreso de quien? Si a la par que despegan los helicópteros militares equipados con tecnología de visión nocturna, rastreadores de calor, para bombardear, esta gente no sabe ni donde esta parada, no saben si comerán mañana, no saben siquiera en quien confiar.

En la esquina, en un lote baldío, se encuentra un circo de barrio. Con su carpa paupérrima parece una ironía comparándola con las fachadas, puertas y techos de muchas casas que están en peor condición y que vistas así son también los circos de los artistas del hambre. La carpa tiene pintadas a su alrededor figuras de malabaristas y payasos de una tosquedad en el dibujo y una crudeza de los colores que provoca mi admiración y me hace imaginar la pobreza del artesano que los elaboró. Me imagino los personajes de este circo. Ojalá sea bueno en provocar risas y asombro entre tanta burla de la vida.

Salgo del Riobar por una calle larga. A la izquierda el lote del aeropuerto custodiado por el ejercito. A la derecha la acera flanqueada por varios guacaries bajo los cuales se encuentran dos hombres y una mujer fumando bazuco. La mayoría de los transeúntes evita pasar por ese lado pero yo quiero verlos y palpar esa oscuridad que los ahoga y que para mi es una suerte de paradoja.

Empieza a llover de nuevo. Ya estoy cerca de la nueva avenida. Los autos ignoran todo esto. Yo camino sin sentimientos.

sábado, 21 de junio de 2008

La guaca.

***
Un torniquete para llenar de sangre extranjera a estos intoxicados tejanos, hombres y mujeres enormes devoradores de carne. Que llegan a su querido país y donde una agente de aduana negra les reparte tapones orgánicos para introducir en sus narices y procurar la voz tan nasal que les inutiliza cualquier disfraz. Casi que funcionan a diesel. Bandadas de señores desparramados hacia los lados se me acercan y amenazan con atropellarme: Samuel, Samuel y Samuel. Una pareja de koreanos comparten mi terror: ella se toma su abdomen hinchado y fecundo, él se toma la cabeza peli puntuda. Recorro una fila en ese (entre Heces) para los visitantes con visa, legendaria fila de la que todo inmigrante a los Estados Unidos escuchó antes hablar, que ahora pienso, tantos que la han soñado, tantos que la han evadido y cada vez que doblo me topo con una rubia ucraniana con cara de actriz porno, ojos profundos y sumamente azules. Azul parecido al visto desde el siete treinta y siete que sobre volaba el Caribe. Calor húmedo. Los yupies. Un cielo increíblemente azul, injustamente limpio para quienes se inventaron la fiebre de los hidrocarburos. Los tejanos fabricantes y diseñadores de los computadores, que volaron hacia y volarán la luna, conocen el sonido de cada tecla de mi PC, así me leen parejo mientras escribo. Un mexicano me mira escribir y se ríe también aprendió a leer escuchando: será de la DEA. Chalotte Rampling viene hacia mí y se sienta a mi lado ¿reconocerá lo que digito?. Un poco de queso, un poco de te, no es Charlotte Rampling es una señora morena de ojos azules con acento latino. También lo sabe todo, como el mexicano. Tres americanos en la barra del bar de esta sala ejecutiva de la aerolínea conversan a todo pulmón sobre un tema que yo no entiendo. Dialecto que me confunde. Será que guardan sus pistolas bajo estas camisas de estampado hawaiano. El te que me tome hace 15 minutos ya quiere salir de mi y me voy al baño, una sala de espera perfecta: pasabocas, cafés internacionales, camareras que hablan un español más perfecto que el nuestro, todo gratis. Me voy al baño, pulcro, orinales bajos, enchapes tan pulidos (¿serán colombianos?) y reflejados en ellos veo mi rostro trasnochado. En ese reflejo entra en escena uno de los americanos de la barra que ha venido a orinar junto a mi. Pienso: lugar perfecto para un tiroteo. Aquí habría de morir, o bien, éste mataría a cualquiera, sicópata, y me inculparía, por mi inocultable cara de latino. Si tuviera al menos una cachucha (aquella de USA stablished on 1776) , me salvaría. Busco y encuentro afortunadamente testigos que esperan tras las cabinas donde están los sanitarios con los pantalones abajo. Respiro, No es mi día, por el contrario este Sam que mea a mi lado mira constantemente a los lados para cerciorarse de que nadie alcance a ver su vergüenza. --¿no es un país libre pues?--. Me espera una hamburguesa sumida en un gran charco de grasa, las sillas traquean, claro con lo que sufren por el tamaño de estos macancanes. Yo solía ser grande pero solo en Medellín. Servidumbre latina, solo he visto policías latinos, uniformes de azul oscuro. Anhelo salir a la calle para ver una persecución. Se supone que me tocará conducir en una de estas autopistas, alquilaremos un coche, ojalá sea un V8, un celebrity. Yo esperaba que el ambiente en los estados unidos tuviera el acabado de las imágenes de las películas de TV que veíamos de niños: profesión peligro y los magníficos, que los rines de los carros rotaran hacia atrás y que los carros arrancaran chillando, pero nada. a mi alrededor una gran población de televisores que pasan simultáneamente, partidos de beisbol, carreras de caballos, softbol, hockey, nascar y otras carreras de carros y como en nuestra pobre televisión recetas para la gente fastidiada con el exceso de volumen en sus cuerpos, y ahora entiendo, que para estos simpáticos gigantes la cosa es preocupante.
Mi escaso conocimiento de la geografía norteamericana me permiten reconocer, la costa, la llegada a Houston fue a través del golfo de México, sin embargo no sabia que esta ciudad dedicada por los últimos doscientos años a devorar gente, fuera tan costeña. Este mar de la llegada es particularmente gris, es un pantano. Un aviso en el aeropuerto: God is american. Aviso sobre el cual reflexionaría días más tarde: de eso están convencidos, carajo.
Continuo en el baño esperando que mi drenado no tarde mucho y que pueda volver a esta croniquilla. El gringo de mi lado se sacude, vuelve a revisar que yo no le esté mirando, vuelve a pasar su revólver para adelante (it is a free contry), da la vuelta y se va. Yo me topo con una señora que asea el baño, ella me sonríe pelando los dientes a través del gran espejo frente al lavamanos. Me limpio el bozo y salgo hacia la mesa que me espera con mi confesionario o mi hamburguesa. Charlotte Rampling se acaba de parar y se va arrastrando su maletica con rodachinas, cuñada en el tope con una gran bola de bolos. --Ojalá se le caiga--.Como es vicio espío la forma en que camina la señora y me reprocho: ¿Qué estaba pensando? ¿Charlotte R.? en recesión será, me contesto. Sin embargo mi mirada es robada esta vez por Gina Rowlands hablando por un celular enorme, una señora de pestañas gruesas y ennegrecidas cuya nasal risa me hacen también olvidar del parecido que pudiera tener con la honorable diva. Ingenuo, yo de la montaña pienso que me voy a encontrar con las actrices así no más por haber pisado tierra gringa… uy mierda Darryl Hanna...
En seguida veo a un enorme mono calvo, con pantalones cortos y medias blancas altas hasta la mitad de la espinilla, camiseta con la bandera de la confederación, 140 kg de peso, una barba pulida que cubre poca área del mentón y llevando una niña pelirroja atada a una cuerda por el cuello, digo, con un aparejo de esos que usan los tejanos, granjeros, caníbales para amarrar sus crías. Me retiro hacia la pared de ese pasillo asustado para abrirle paso al mastodonte (brazos contra la pared talones al zócalo, espalda y mejilla contra la pared también y una mirada de soslayo vigilante ante la titánica aparición) luego cierro mi boca.
Aeropuerto G Bush. La imagen que si me parece conmovedora, temiendo decir que cruel o temiblemente esperada, es la del marine, al que reparo en el tren que nos traslada entre puentes aéreos. Un muchacho un poco más bajo que yo con la insignia que le reconoce su apellido: Gutiérrez, con una maleta pequeña y las manos escondidas en los bolsillos, ¿escondiendo qué?, me pilla observándole, rostro que lo hace parecer despiadado, pero es piedad mía. Uniforme que lo resalta en lugar de mimetizarlo en este desierto, el marine se baja, yo bajo, otros miles de kilos se montan al monorriel. Todo tan perfecto, todo tan electrónico todo tan controlado, todo tan vinagre. Dispensadores eléctricos de papel de baño—que visitas tan espaciales—Vuelvo y me topo al marine, ¿me vendrá a ofrecer lo de Samuel?, pero Samuel viene por allí repetido en dos, versión femenina y masculina, precedidos de una constipación de tres o cuatro años, Sam, samy, Samuel, samuela. Pobres sobrinos.
Todos van de paso en estos aeropuertos, solo permanecen los suvenires y los dólares, quizás también los empleados extranjeros, así les duela cada vez que uno de sus patrones les reprenda por hablarle en español a los clientes hermanos.
***
Por los estados del sur hasta Greensboro. De las escasas lecciones de geografía otra vez, de las cuales pensé había aprendido cualquier cosa, recuerdo por donde debía pasar el amansado Misisipi, como podrían ser sus meandros y como podía ser el paisaje a su alrededor. Un poco de coníferas, aunque no se distingue si son coníferas o plantaciones de Marihuana, no se distingue si es pantano o petróleo, a treinta mil pies de altura. Aturdido por un escape de gasolina de la turbina me remito a seguir la trayectoria de aquel gigante que por su deforestada rivera y por su amplitud permite que los lugareños le exploten. ¿O el Missouri, o el Yukón, o el Hudson?. Al sur de la unión un pantanero, al inmenso sur de la unión. Bueno físicamente alrededor de la florida y Luisiana, también en tejas y Alabama, a pesar de las grandes extensiones de territorio ya ganado para que las vacas pasten, para que los hombres pasten, para que las grandes corporaciones pastoreen. Ciudades muy iluminadas, luces amarillas y verdes, ignorantemente pensaba eran luces de mercurio blancas ocultas entre el follaje del bosque sureño, no, son luces de mercurio fabricadas con un cierto escrúpulo ambiental y se ven verdes. Recuerdo también la imagen de los suburbios gringos a la salida de Houston, una noche desvanecida entre las visiones aéreas de la Unión de la comodidad y la unión de la iluminación eléctrica, proveniente seguramente de las plantas de fisión . Cuanta historia desconocida de los pantanos, el Misisipi, los templos protestantes y católicos, los suburbios, los afro-norteamericanos, los sacrificados ¿apaches, comanches, navajos? el algodón, los estados del sur, el trabajo, la geografía y la guerra.
Que suerte que alguien no se haya parado en una de las cafeterías del aeropuerto con un rifle a dispararle a diestra y siniestra a alguno de sus semejantes de especie, especiales, o a todos nosotros
Con pocas extensiones sin poblar con toda la llanura comunicada por increíbles autopistas, líneas de teléfonos, redes, radios, hombres y su habitaciones móviles. dotadas de ruedas, un miedo terrible a la intemperie, ya había llegado a Greensboro. Cada ciudadano puede acceder a un carro, comprar gasolina, perderse en drogas y comer hasta la saciedad de cuatro estómagos. Ningún peatón y las noches negras, los avisos, sí luminosos, intentan ocultar las sospechas, con un poco de tranquilidad comercial. Bombas de gasolina por cada restaurante. Autos que consumen tanta comida como sus dueños, dueños que terminarán cediéndole su comida a sus auto motores. Ancianos, gente muy anciana paseándose por el supermercado, por los sitios cerrados, por los sitios carreteables.
***
Driving west-sleepy diving. Siete y cuarenta de la tarde, 37°C, cansado después de una larga jornada de trabajo conduzco en mi super-camioneta (a quien llamé lucy)de dos kilómetros por galon, aire acondicionado, automática, apta casi para dormir mientras se conduce, poca música, no hay música, solo emisoras locales y mucho Frank sinatra, tom jones y Rod Stwart. Agradecería un poco de Elvis, el rey de este pie de monte, directo hacia la caída del sol, directo hacia el oeste. Go west. Go west? El sol apunto de fundirse en la tarde gruesa que cae de repente pero que dura una eternidad, encegueciendo mis claros ojos, me permiten parpadear prolongadamente para generar este cambio de color del riel gris de asfalto estrictamente demarcado y recto, accidentado con crestas y valles, llanura preciada, casi preciosa, y por tramos incrementar una velocidad que ya es exagerada. Rozo los despertadores (grabados sobre el pavimento a lado y lado de las paralelas blancas). Regreso a ponerme al tanto de lo que se desplaza a mi alrededor. Agua poca, publicidad mucha, desde un whisky hasta un adelgazante inmediato, la suspensión del carro se resiente ante el mas leve movimiento de la dirección perezosamente hidráulica. La silla muy reclinada, un compañero de viaje que apenas habla, pues espera que yo tome el disquito de la selecta (que puede escucharse en el reproductor) para poder dotar de nostalgia a la aislada tarde. Un aviso de hustler vuelve a suspender las pestañeadas más prolongadas de lo normal, por el cansancio, por las ganas de soñar un poco. El aviso de hustler no tiene ninguna obscenidad para mostrar, Carolina del norte no tiene ninguna obscenidad para mostrar (la escena la compongo ahora mientras conduzco y no tengo una grabadora cerca), la música no es definitivamente para niggers, dios es americano, las piernas de las niñas no están suficientemente descubiertas, el sol por sectores es eclipsado por altos avisos de restaurante o por estrambóticas fuentes de soda. Un cartel me llama la atención, inicialmente aparece superpuesto sobre el oeste amarillo y mi astigmatismo lo revela como una mancha morada sobre una mancha blanca más deformada y luego una mancha elíptica color ébano. Media milla más adelante, descubro que es un pastor de la iglesia presbiteriana, metodista o bautista, que con los ojos esquivando el lente de unas gafas de marco rosa y pelo cano, me vigila, me advierte, me pide oración. Con un gorro purpura, de obispo, un regaño estático en la carretera en el que no dejé de fijarme en los 15 o dieciséis trayectos que hice por ésta vía. Podía decir where’s my temple? O God is american? O God bless america? o Your prayer is my home?. Reconvenido por aquella mirada que le faltaba poco para emanar música góspel, regreso a la vía, aun no sobrevolada por ángeles. El sol aun no cayó y son poco más de las ocho, ya el verde se ha fundido en el naranja de despedida, una ardilla aparece (en la escena) titubea en la carretera, está dispuesta ha sacrificarse en la gran Motor way: mártir, por una protesta ante los altos precios de la gasolina, por la recesión económica, por la ocupación de irak o por que encontrara un nogal en donde se les antojó cobrar impuestos. Yo alcanzo a reconocer su duda, aturdida. Perturbada su trayectoria, va vuelve, directa, a la ardilla no le queda más remedio que interponerse entre mi ancho neumático de 10” y el pavimento, neumático que entre otras cosa es apoyo de al menos 1000 libras y el peso de un par de colombianos no bien nutridos. Yo tomo mis dos manos y me restregó los ojos para lamentarme, que pena con la ardilla ¿qué pena con la ardilla?. Todos estos días he estado pensando que quizás la comunidad de ardillas no diferencie entre estar vivo o muerto (resucitará a los tres días me advertía el furor del evangelio en esta tierra y yo no tendría otra más que atropellarla ), no tiene quien la llore. Sabia que tenia que contarle a mi hermana y a eli para que soltaran su conocida interjección lastimera y para que yo tuviera de que lamentarme. Regreso a mi camino somnoliento y aborrezco estar conduciendo, el hambre me olvido pero yo no olvido el hambre. Pobre ardilla, pobre ardilla. Go, go, johny go go John go go, johny be good. De regreso a casa, hostigado por el bello atardecer en una auto pista perfecta me emociono con la clemencia del clima y por la velocidad.
***
Lucy es la razón por la cual mi estadía en los estados unidos fue muy poco fotográfica, digamos que no hay justificación, pero en el momento en que quería tomar una foto y no vale la pena tomarle fotos a casi nada, Lucy me instigaba a tomarte fotos solo a ella o bien con ella en medio, yo al volante o como su copiloto, fotos a la autopista, a las fachadas. Cuando de repente parábamos a tomarle alguna foto a alguna casa de familia, casas bastante bonitas, lucy en su opulencia me hacía sentir un agente del FBI, con sus vidrios polarizados y todo, un espía, un intruso. Así me hice ducho, como J Wayne y como J Stewart en dispararle, al que fuera riding my horse, fotografías mientras montaba a Lucy. Lucy celosa: luces corridas, asfalto y rayas blancas en plena oscuridad, un par de mapas, un sistema GPS de orientación y un olor a ambientador de interior de auto: el olor de EU. Tampoco Lucy me había permitido tomar una placentera cerveza, una esporádica sí, pero no dos placenteras. Este es un grillo demasiado pesado, el auto es una forma de control terrible en los EU la gente no tiene deberes como transeúnte sino responsabilidad civil un auto puede ser una vida o un arma. ¿Cómo llamarán estas familias a su auto a sus bestias? Luther, ali, Malcolm, Mr Smith, Geston, roosvelt, monroy, Adolf. O simplemente Lucy, Lucifer .
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Los transeúntes… no vi transeúntes en Greensboro, quizás uno o dos indigentes y no me explico como se desplazaban. Los edificios de los bancos y las cedes de las grandes corporaciones, las plantas de producción, son patrimonio nacional, son los monumentos, todas con las banderas de la unión y sus agudos tejados a dos aguas para el invierno nevado. Grandes extensiones de zonas verdes y parques inasequibles porque todo parece negado para alguien que desembarca del automóvil. De la liquidez de las empresas depende gran parte de la economía de las personas, a ellas esta asignada la responsabilidad por el consumo. Espero la comida en un restaurante y veo que un señor que ha dejado de bañarse por lo menos en dos semanas (lo digo no por escrúpulo sino por crear una escena). Se acerca, yo estoy en la barra, y veo que anuncian que un hombre es buscado y yo ingenuo volteo a para chequear que tal tipo que apareciera en la televisión arriba de la barra no fuera quien a mi lado pide un whisky Jack Daniels y quien roba una sonrisa a la camarera que le sirve el trago sin reparo: se burlan de mi. Luego con un dialecto enrarecido por la desconfianza del vecino se arrojan unos piropos el uno al otro. El señor se desplaza con un atado de ropa y otras cosas que creo le son inútiles. El ultimo caminante del Piedmont thriad: Greensboro, High point y Winston Salem.
En general soy malo para ubicarme mientras conduzco. En EU es difícil porque se está pendiente del camino y toca estar leyendo los letreros que indican la ruta (la interstate 40 la más transitada por mí, la más memorizada), pendiente de la golosina, del acelerador y de la voz de Lucy. Caminar parece una costumbre decimonónica, sumergirse en un mar transitado por troncos flotantes llenos de lama. El intenso y húmedo calor hace que el interior de los vehículos sea acogedor. Nada vale una foto. Nada vale por fuera de los autos de cabinas espaciosas, siento que estorbo, me hago a un lado, dicen que la gente anda con un kit antinuclear en las cajuelas de los carros o llevan muertos en el trasero de los enormes sedanes. La transparencia de los parabrisas y las ventanillas son ese párpado amplificado, imposible refracción, luz de los flashes que antes que penetrar es penetrada. Foto de noche que se malogra por el flash impertinente.
***
A la entrada de la planta junto a mi en una hilera de sillas esperaban tres gringos entrar a alguna zona de la producción de desodorante o de crema dental. Con las cabezas agachadas contraponían sus tres lisas y parejas calvas a la bombilla, de papaya me que daban para pegarles una sobada así haciendo círculos, como cuando se pasa por las calles y se choca uno con una carretilla de papayas que el papayero procura brillantes y provocativas. Acá no se puede meter el dedo, ¿o qué tan blanda será la testa de los yankees?. De tal caso que con mi parada a ellos también les llaman, Samuel Samuel and Samuel, mister Samuel los está esperando. Y se levantan simultáneamente y empiezan a elevarse, elelevarse y elevarse tanto como para yo quedarme resagado en la alfombra, mirando pal suelo como casi todos los latinos de esta región. Se están comiendo la reserva alimenticia del mundo carajo, con qué animo dice uno que Cobe Bryant o Swartznegger no son símbolo de esto países, el increíble HULK, que cantaletica.
El caso es que todos estos tipo podían saludarme poniendo sus enormes manos sobre mi cabeza y sobármela, como inevitablemente se hace con los sardinos que se acercan a uno y que lo miran a uno con la distancia que otorga el envejecimiento. Debí haberme tomado alguna foto con estos inflados macancanes para que me creyeran, no sabía que las personas pudieran ser tan altas.
***
Si venía a buscar los EU que nos habían descrito Spike Lee, Hendrix, los EU de easy rider[i], de Wenders, Fassbinder y Herzog, de Jarmuch. Viajando a casa me explicaba, no encontré tal aparato. Días más tarde, como en las películas baratas de misterio, empiezo a devolverme para hilvanar el acontecimiento, encontrar el barato misterio y recuerdo las calles desoladas, las familias que comen alrededor de una gran pieza de carne y que tienen un idiolecto perezoso, las mejillas rojas, el desperdicio, el verano, los cafés, el expreso Negro, el tabaco masticado, el beisbol y encuentro mucha historia por contar, una nación muy heterogénea, nada en EU es un engaño hasta la seguridad a ultranza es una cosa completamente transparente, el apoyo sin apoyar la guerra, la soledad de las calles, la banalidad del robo y la tragedia de jóvenes que no pueden caminar sin banda sonora. Todos parecen piezas bien ajustadas de un mismo organismo, de acero pulido. Es un universo muy cinematográfico, conocimientos pesados y estructuras enormes y extevagantes, el brillo de la técnica, no hay nostalgia, lo que diga el otro vale para apartarlo, vidas apartadas, grandes distancias y el terror de la distancia. Reconozco la advertencia cruda del rebelde sin causa de Nicolás Ray, el joven que se reconoce como pieza de este organismo y que ante la sobriedad de sus pasiones decide enfrentarse y perece y esa es Una verdad americana: is the american way, una forma para odiar pero que envicia y que cubre de basura la tierra, que le otorgó al mundo la felicidad evidente, la peor, la que seda.
***
El sofoco de volver a la desordenada Medellín con la experiencia de no haber conocido casi nada y de tener para contar tan solo estas frívolas anécdotas, esta justificación a no haber tomado muchas fotos.

[i] Amigos del caldo: vean ese encuentro magnifico de embriaguez y confesión de Nicolson, D. Hopper y P. Fonda. Esa película es clave es de un dejo por las naciones, por el futuro, es una queja constante por lo que mereciéramos, por la muerte que nos olvidará.

lunes, 2 de junio de 2008

Estaciones

Paso lento, paso corto.
¿No necesita beber? ¿Quién le dará un sorbo?
Almacena en su giba (o tal vez en dos)
aliento que se le acaba. Un oasis:
Pirámides coloridas y palmeras,
aguza su mirada en medio del smog
son árboles acorralados,
y éste no es el Oriente.

Después del desierto sigue la ola turbulenta:
camina hasta El Raudal para ahogar su pena.
Como si le cupieran más, pasados varios brindis
y una cotización de amor se queda dormido
y le hurtan su maleta.

La lluvia con su hábito no para de caer.
La cruz del 3 de mayo invita a no ceder.
La cúspide y la sima sucumben a su fuerza.
La cúspide y la sima pagan las consecuencias.

En la estación de invierno atisba su buseta
una idea fija vueltas da en su cabeza:
un cuello, un pecho, un torso
que inunden su pasión.
En las escalerillas asimétricas
sigue perdido, da vueltas
hasta que lo despierta
el señor de la yoguetta.

sábado, 31 de mayo de 2008

Calles, marcos (comentario)

Ahora verá pues que la familia Gutiérrez Giraldo se va a apropiar ciento por ciento de El Caldero. Guti lo tomó como plataforma para su manuscrito de mil quinientas páginas y ya Elizabeth anunció que le caminará a lo mismo. ¿"Tres entregas"? Eso se dice ahora, pero nada raro que la fiebre por la prolijidad los cobije a los dos. En fin, ya veremos, El Caldero se desbordó y frente a eso no cabe sino el entusiasmo (con tal de que la fecundidad del clan Curvanita permanezca en los linderos de la escritura...). Se me ocurre que en un mes o dos podríamos pensar en un balance y en la posibilidad de un sitio web. No veo problema en que compremos entre todos un espacio por un año. Habría también que pensar en quién diseña, quién edita, quien administra, etc., etc.

Hace tiempo, ya hablándote directamente a ti, mi estimada Elizabeth, estaba por responderte el comentario que qué días hiciste a la última entrada sobre Berlín. Te percataste de un cambio al final que obedeció más al pudor que a cualquier otra cosa. No es de buen gusto quejarse todo el tiempo: esta es ahora mi explicación.

En cuanto a la dialéctica entre vejez y juventud, y sus sutiles modulaciones en lo inacabado y lo dispuesto a la restauración, cabe decir que no sería mala idea ocuparse de la edad en los escritos de El Caldero. Creo que de hecho esto ya ha ocurrido espontáneamente: varias entradas, incluyendo "De casa en casa", se han remitido a la infancia, sin duda a causa de las ineludibles relaciones entre el espacio y el tiempo. Yo en todo caso quiero detentar el honor de ser reconocido como el primero que planteó el asunto de la vejez entre los miembros de nuestro colectivo. Calvicie, lentitud, conservatismo... asuntos sobre los que pronto pronto hemos de reflexionar (he ahí mi mensaje para el ceño fruncido del Metal y la barriga en expansión de Guti). Viene a mi memoria en este momento un comentario genial que alcanzaron a hacerme en Colombia y que sin duda pone en aprietos a cualquier teórico del eterno retorno: "parecés un viejo, pero verde" (!).

De acuerdo con Guti en que Urbanita toca algo que cabría explorar: el tránsito de la calle a la -óigase bien- unidad. Yo sí creo que mucha niñez está marcada por ese universo en declive que es la calle empinada. Quién sabe cómo haya sido con la burguesía envigadeña, pero al menos a mí me resulta hoy sorprendente la cantidad de amigos, enemigos, amores y desamores que podía haber en una cuadra. Lo de los límites y el peligro tras la esquina es también familiar. La historia de Medellín tal vez nos haya enseñado que ningún otro nombre conviene más a esa topografía que el de "pendiente". En su doble condición de sustantivo y adjetivo, la palabra revela esa ardua tensión de las montañas. En ellas nos levantamos unos, en ellas siguen levantando a otros. "Nada en ellas es blando", dice, en efecto, el poeta.

A propósito de tensiones, no puedo dejar de recordar esa reveladora escena hacia el final de Rodrigo D., en la que un montero negro (muy negro) se asoma por una de las esquinas inverosímilmente inclinadas del oriente sin norte que es la comuna ídem. No pasa nada. Sólo sabemos que andan buscando a alguien. Y eso basta para que esa negra presencia ensombrezca las calles ya de por sí ensombrecidas. No es casual que el sol nazca, precisamente, tras esa montaña.

Qué bueno traer a cuento a José Manuel Arango y a Víctor Gaviria. Dos espíritus indispensables para reconocer "nuestra" ciudad. Aún busco, sin éxito, una película reciente que iguale para Berlín lo que Sumas y restas logró para Medellín. Y de José Manuel, el poeta que mejor ha pensado y vivido esas calles, ¿ya conocen el libro Montañas? ¿O ese poema póstumo llamado "Égloga"? Serían buenas compañías para esto que plantea Urbanita.

Ya para finalizar, yo sí quisiera preguntarle al primer comentarista qué quiso decir con el último párrafo de su comentario: ¿aludes acaso, Guti, a lo que va del recorrido por la pendiente a su cálculo (léase niño vs. ingeniero)? Por otra parte, y de nuevo para Urbanita, me da tanta pena por Don Marcos que precisamente a ustedes, a las niñas, no se les hubiera ocurrido tratar de descifrar con el tendero mismo el significado de esa desnudez que tanto les inquietaba. “¿Y por qué le gustan tanto esos afiches con mujeres desnudas, Don Marcos?” —hubieran podido preguntar—. “¿A nosotros también se nos verá el pecho así?”. Estoy seguro de que él hubiera pasado a explicarles, con los detalles, los ejemplos y las demostraciones del caso, todo lo que hubiesen querido saber. Cuánto habría consolado a Don Marcos satisfacer algo de la curiosidad que le empezaba a crecer a tu hermana...